Ahí estuve un día, parado justo afuera del portón del Cielo, saludando a todos aquellos que estaban pasando ahí. La fila era larga y los peregrinos estaban muy animados, charlando entre sí mientras anticiparon su entrada.
A cada uno de los peregrinos les pregunté esta pregunta: “Porqué eres digno de entrar al Cielo?” De cada uno esperaba una respuesta. Entonces me acercaría como si estuviera escuchando por una contraseña.
Hoy parecía un día particularmente desilusionante para muchos peregrinos. En toda confianza, había aquellos que simplemente no tenían idea de que se trata el Cielo. Sus respuestas iban de fanfarrónes a irrelevantes.
Un caballero me susurró su nombre, a la cual orgullosamente añadió muchos títulos de prestigio y caballerosidad: Admiral Reverendo Señor Honorable Doctor Doctor Profesor Doctor de filosofía Doctor de religión Aristocrático, y así sucesivamente.
Otro describió su inmensa fortuna que claramente pensó que debería impresionarme. Le díje que no tenía que impresionarme, pero confesaré que fui impresionado.
Otro contó de como había elevado un edificio en mi honor, llamándolo El Catedral de San Pedro. Fui halagado, pero nosotros, los creyentes del primer siglo, no pasamos mucho tiempo en edificios de iglesia, considerando lo que los líderes religiosos hicieron a Jesús, Pablo, Esteban y muchos otros.
Entonces se acercó un caballero con un parecer de desesperado en su cara. Le pregunté: “Porqué eres digno de entrar al Cielo?” Me respondió calladamente sin vacilar: “No lo soy.” Entonces miró hacia abajo y empezó a sollozar.
Pensé por sus sollizos que debe haber malentendido algo. “Señor,” le díje, “Me has dado la respuesta correcta. Para qué esperas?”
“Jesús,” respondió el caballero. “Estoy esperando a Jesús. El dijo que estaría en el portón.” “Señor,” respondí, “Jesús es el portón. Entra sin dudar!” #
